Crítica: Respuesta a Hunza Vargas, el hombre en tacones.


Por: Diego Villa Caballero.



Recientemente me topé con una historia de la revista Soho titulada Un hombre en tacones (leer) su autor es Hunza Vargas de quien no había leído nunca nada. Si buscamos en Google su nombre, aparecerá que se trata de un antropólogo con una maestría en estudios culturales (una de las corrientes más consentidas por la academia desde hace varios años), también que ostenta un alto cargo público y más adelante en el artículo se menciona que está vinculado con la JEP (Jurisdicción Especial para la Paz). En el subtitulo aparece la siguiente frase: “Tiene 36 años, es funcionario público y, de vez en cuando, le gusta llevar tacones. Acá cuenta cómo se ven la homofobia y la intransigencia a 10 centímetros del suelo”. El tono del texto se mueve entre la consternación al no entender porque su acto produce rechazo y un atisbo del victimismo propio de aquellos defensores de las políticas identitarias y las libertades sexuales.  Mi propósito es tratar de ofrecer algunas luces del porque el statement del autor (como él lo nombra) no es recibido con simpatía sino con agresión o con una indiferencia pasiva-agresiva, todo esto a pesar de que los usuarios originarios de este objeto fueron precisamente los hombres.

Retrato de Luis XIV (detalle) por Hyacinthe Rigaud (1701)

El autor comienza relatando la experiencia de usar tacones en una calle bogotana, el resultado es más que obvio, describe como el ciudadano de a píe le lanza toda clase de improperios y burlas. De estos llaman la atención dos, el de la mujer que se refiere a él con el adjetivo de cochino y el de una madre que tapa los ojos de su hijo. Vargas muestra extrañeza con todas estas manifestaciones pero sobre todo con aquella que lo trata de sucio. Colombia tiene un pasado y una identidad que para bien o para mal arrastra a cuestas la enorme influencia del catolicismo español, eso es una realidad innegable y al parecer inalterable a corto plazo, es un pueblo que todavía hoy se puede contar entre los más religiosos del planeta, razón por la cual los tabúes relacionados con la sexualidad y el género han menguado relativamente poco.

Tabú
es precisamente la palabra clave para entender todo lo que ocurre en esta historia y resulta extraño que Vargas no sea consciente del papel que este juega en su vivencia o experimento de usar tacones. El tabú es un concepto de gran antigüedad y es universal, se trata de una prohibición de fuerte carga espiritual o social y además involucra la transgresión de una regla tacita y sagrada que mantiene la cohesión y el orden de una colectividad. Está representado a menudo como una mancha o miasma (Antigua Grecia) sobre la persona que lo ha traspasado; por eso aquella mujer se refiere a Vargas como un hombre sucio. Sorprende que alguien que tiene formación antropológica desconozca el impactante  significado del concepto de tabú y la intrincada lógica con la que este opera en una cultura.


Por otro lado Vargas olvida que no existen sociedades sin tabúes y de llegar a existir se trataría de una sociedad higienizada, anestesiada, plastificada y desprovista de espiritualidad, imaginación, misterios y complejidades; una masa de seres que es unificada solo por los incuestionables dogmas del estado al mejor estilo de la aterradora utopía de Aldous Huxley. El anhelo de la eliminación de todos los tabúes y convenciones sociales proviene de una visión burguesa de un mundo fantástico y artificial en el cual ninguna relación social pasa a través del conflicto y de existir alguno este sería resuelto por autoridades estatales paternalistas y tiránicas; esto refleja una actitud inmadura, autocomplaciente y desdeñosa con la forma en la que algunos individuos ordenan y dan sentido a la realidad a través de leyes inmanentes a un sistema de creencias. Un lujo que un antropólogo no debería darse bajo ninguna circunstancia.   


Históricamente los fenómenos del travestismo y de la transexualidad pueden ser rastreados desde la antigüedad, sin embargo estas manifestaciones estaban permitidas exclusivamente a figuras que ostentaban un enorme dominio de lo sagrado; por ejemplo los chamanes de algunas tribus norteamericanas, los sumos sacerdotes de las antiguas diosas madres euroasiáticas y también se encontraban presentes en los rituales de inversión del paganismo grecorromano. El caso más notable es el de la adoración a la diosa Cibeles, se trataba de un desconcertante evento de índole mística en el cual los oficiantes del culto a través de música delirante, vestimentas femeninas y la aniquilación literal de su sexo masculino (autocastración) entraban en comunión con la gran madre; es decir con el inefable y máximo misterio de la esencia de la naturaleza. El fenómeno hunde sus raíces en las formas más laberínticas y primigenias de la espiritualidad; por lo tanto hablar de transexualidad en términos solamente políticos es un error muy común en nuestros días pero que debería ser enmendado con la mayor celeridad posible.

Estatua de la diosa Cibeles en La Fuente de Cibeles (Madrid, España)

Por otro lado el creciente impulso que sienten algunos sectores de la población (especialmente los más jóvenes) a volcarse hacia identidades no tradicionales me hace plantear las siguientes preguntas: ¿Son el travestismo y la transexualidad acaso un síntoma de la angustia que genera nuestro exacerbado individualismo?, ¿son el producto del malestar producido por la desconexión mental que tenemos con la idea de la naturaleza como algo sacro? o ¿son indicativos de que nuestras sociedades occidentales están en declive al no creer mas en sí mismas? Por lo tanto, si aquellos interesados en los estudios género desean avanzar a un nivel superior con su trabajo deberán abordar una visión filosófica del asunto; así que hacerse estas y otras cruciales preguntas con la mayor honestidad intelectual y rigor resulta absolutamente necesario.


Vargas habla también sobre la cuestión de los espacios, reconoce que no posee la fortaleza psicológica suficiente para llevar los tacones todos los días en las calles y que prefiere usarlos en la oficina “el reino de lo políticamente correcto” como él lo llama pero no medita sobre las características de dos ámbitos tan diferentes, pareciera no reconocer las diferencias y las dinámicas de poder que se mueven en el espacio privado y en el espacio público. Hubiera sido interesante que él analizara objetivamente el porqué la lectura que hace la gente de un hombre en tacones difiere de un espacio a otro; por otro lado argumenta que su uso es un acto político, pero exceptuando la ocasión de la ceremonia de la JEP no veo que en los otros espacios se trate de un statement político y tampoco creo que las personas que lo observan lo entiendan así. Además resulta contradictorio que diga: “Quienes me ven se sienten interpelados, como si fuera con ellos. Y es muy divertido, porque lo único que estoy haciendo es caminar. Ni estoy gritando arengas ni estoy haciéndoles propaganda a los tacones ni a lo trans”, en este sentido no está claro el carácter de statement político que tiene este acto y su propósito es en extremo dudoso y ambiguo.


Adicionalmente nos comenta sobre su ruptura con una ex pareja homosexual y vincula el acontecimiento al tema de los tacones, a Vargas le parece inconcebible que exista un hombre gay que rechace lo femenino en su pareja y al parecer ignora que cuando un hombre homosexual renuncia a admirar y proteger los aspectos más esenciales de la masculinidad en su compañero podemos decir que la relación homosexual pierde todo sentido, es decir si la homosexualidad masculina ya no se trata de ejercer una atracción hacia los aspectos varoniles que habitan en los otros hombres sino que esta además puede dirigirse hacia cualquier tipo de identidad sexual ¿aún podemos hablar de homosexualidad?


Llegando al final evoca un estereotípico mantra feminista: “Los tacones son una especie de símbolo de la dominación de los hombres sobre las mujeres”, esta es una verdad a medias, aquí conviene acercarse un poco a la historia de este tipo de calzado. Pocos conocen que su origen tuvo más que ver con el mundo militar que con el del glamour o la moda, surgió de la necesidad de fijar el pie en el estribo a la hora de una apresurada y peligrosa cabalgata en medio del campo de batalla y así evitar mortales accidentes. Simbólicamente los de finísima punta recuerdan a cierto tipo de arma blanca del Medioevo y el Renacimiento (el stiletto), de hecho desde finales del siglo XX se ha registrado frecuentemente que los tacones han sido utilizados como un arma defensiva femenina.

Bota de montar inglesa con tacón (S.XVIII) - Bata Shoe Museum Toronto.

Se ha descubierto que su uso data del siglo XVI por la caballería persa, el regente oriental de aquel entonces Shah Abbas I había establecido estrechos vínculos con algunas monarquías occidentales; así el tacón como un nuevo y prestigioso elemento de masculinidad exótica se diseminó por las principales cortes europeas y después en sectores más bajos de la población y durante el siglo XVII pasó a ser uno de los accesorios más apreciados por los hombres a pesar de su poca practicidad a la hora de caminar. El usuario más famoso del zapato de tacón fue Luis XIV y es una de las marcas más distintivas de la apariencia de este rey. Pronto las mujeres también se sentirían fervorosamente atraídas por esta pieza y en un intento de adoptar una imagen y un status similar al de los varones decidieron incorporarla dentro de sus ajuares; aunque los tacones para ellas presentarían posteriores variaciones en forma, altura y tamaño con respecto a los de ellos. Ya en el siglo XVIII con los cambios sociales de la Ilustración a cuestas, los hombres franceses y del resto de Europa comenzarían a simplificar su manera de vestir y a adaptarla a un estilo de vida más práctico. Todas las prendas llamativas y ornamentadas del pasado aristocrático masculino desaparecerían y junto a ellas también lo haría el peculiar zapato, el cual quedó reservado exclusivamente a la vestimenta femenina siendo además un símbolo distintivo de este género.

Stiletto Vamp - Tomada de www.discogs.com

Los tacones altos a pesar de limitar la movilidad física de las mujeres no necesariamente son un elemento de opresión, en algunos ámbitos son todo lo contrario, son un símbolo de poder y estatus. En la escena fetichista sadomasoquista, una dominatrix (rol dominante femenino) puede optar por incorporarlos dentro de su arsenal de armas de seducción y dominación, en este fabuloso ejemplo de sexualidad teatralizada los tacones altos son una enorme fuente de placer tortuoso; dentro de los pedidos frecuentes por parte de los esclavos masculinos está el pedirle a su domina que camine entaconada encima de ellos o que esta les permita lamerlos en cada centímetro de su superficie. La mujer y sus tacones se transforman en elementos idolatrados por los esclavos, para ellos estos adquieren una la cualidad semimágica que los hace dignos de veneración. Y ni hablar de la poderosa posición que ocupan en el mundo de la moda, una industria multimillonaria que genera incontables empleos para hombres y mujeres, que además es uno de los principales pilares en los que se sostiene la cultura popular, el objeto de estudio predilecto de los estudios culturales. 


Teniendo en cuenta todo lo anterior puedo decir que mientras esta nueva y notable generación de académicos no realice un estudio multidisciplinario juicioso y objetivo sobre las ideas y los cambios socioculturales que defienden y desean insertar en la sociedad, seguirá aislada en la caja de resonancia en la que se ha convertido la academia y en el peor de los casos ese aislamiento con la realidad la llevara a promover normativas y políticas que van en contra del sentido común y de los cimientos básicos de una civilización democrática y libre. 


© Copyright 7 de febrero 2019 Diego Villa Caballero, Desde las Hespérides Blog.

Comentarios

  1. Tuve una impresión similar de la historia de Soho, y porque también estaba buscando pistas de producción académica, solo encontré lo de los tacones. Aprecié mucho leerte.

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